EL DIFíCIL CAMINO HACIA UN DESARROLLO SOCIAL ÉTICO

François Vallaeys

Profesor de Ética y Gerencia Social en la Maestría en Gerencia social

Pontificia Universidad Católica del Perú (Lima)

 

"Ustedes son los primeros que quieren aprender de nosotros. Jamás alguien nos dijo cosa semejante. Todo el mundo quiere enseñarnos, los maestros, los padres, las madres, los doctores, los abogados, los extensionistas, el gobierno. Todo el mundo quiere que aprendamos de ellos. Para ellos, no sabemos nada de nada. Ustedes, en cambio, saben que sí sabemos algo que no saben y que quieren aprender de nosotros."

(Un Maestro Maya Tojolabale, a un grupo de investigadores que querían aprender su idioma)

 

La problemática "Etica y Desarrollo" pide, por parte del promotor de desarrollo social, adoptar una posición crítica frente a su propio trabajo. En efecto, el problema va mucho más allá del mero hecho de criticar al rumbo actual del crecimiento económico, pidiendo más desarrollo social para disminuir las injusticias que las políticas neoliberales han incentivado en las últimas décadas. Abordar el tema así, es tomar el riesgo de cerciorarnos cómodamente de que cualquier esfuerzo a favor de la solución de los problemas sociales es de por sí bueno, que la ética va a priori de la mano con las políticas de bienestar, los programas de salud y educación. Satanizando al enemigo, ¡nos transformamos inconscientemente en ángeles!

Sin embargo, no hay nada más peligroso que sentirse seguro de ser bueno. Más vale, para curarse de este dogmatismo ético, recordar el lúcido pasaje de la Biblia que dice que el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones. Por eso, conviene interrogar a los problemas éticos ligados a la misma promoción del desarrollo social, preguntándonos: ¿Cuántas de nuestras buenas intenciones conducen al infierno?

Quisiéramos abordar esta pregunta desde la perspectiva de los proyectos de desarrollo social dirigidos a las poblaciones que viven al margen de la modernización y occidentalización del mundo: comunidades étnicas y campesinas alejadas, culturalmente hablando, de los polos de desarrollo moderno. Nos permitirá visualizar cómo ciertos tipos de proyectos y programas sociales encubren un proceso de etnocidio, una destrucción paulatina de la cultura de la comunidad, que termina promoviendo la pauperización que se quería eliminar en un inicio.

A partir de este análisis, podremos definir lo que sería un desarrollo social ético, tan exigente como la ética misma, y a veces poco practicado por agentes de desarrollo llenos de buenas intenciones.

Las piedras de las buenas intenciones

Uno de los mayores problemas de los proyectos de desarrollo social, que afecta tanto su carácter ético como su eficacia y sostenibilidad, es la definición vertical predeterminada, por parte de los agentes del desarrollo, de las "carencias" de las poblaciones y las respectivas "soluciones racionales" a sus dificultades.

Un ejemplo típico de las piedras que las buenas intenciones ponen en el camino del desarrollo se vio en el Burkina Faso, cuando muchas asociaciones de ayuda humanitaria, hace algunas décadas, multiplicaban las excavaciones de pozos en los pueblos de la zona árida del país, para "liberar" a las mujeres de la tarea de ir a buscar agua a kilómetros de sus viviendas. Los pobladores aceptaron en general de manera cortés esta ayuda del "Nassara", y todo el mundo parecía muy contento con el pozo construido en medio del pueblo, tanto el beneficiario como el benefactor.

Sin embargo, muchos pozos quedaron rápidamente sin uso. Parecía que los "desarrollados" no querían beneficiarse con la ayuda de los "desarrolladores". Una investigación un poco profunda logró finalmente encontrar el problema: el agua es cosa de mujeres en muchas etnias africanas, y el hecho de salir en grupo del pueblo a buscar agua permite a las mujeres entablar una comunicación libre, lejos del oído y la mirada inquisidora de los varones que dominan el espacio público del pueblo. El hecho de haber excavado el pozo en medio del pueblo condenaba las mujeres a abandonar uno de los pocos espacios de libertad que tienen para intercambiar entre sí, cosa inaceptable para ellas. Por eso, los pozos quedaron como recuerdos fotográficos para comprobar a la financiera europea el "buen uso" de los recursos del proyecto de... "desarrollo"!

Este ejemplo, como miles de otros, nos permite analizar la falta de ética y eficacia que condena un proceso de desarrollo definido a priori, desde el exterior, sin comprensión, ni consulta, ni participación de la población concernida, a partir de un enfoque cultural etnocentrista para determinar lo que debe ser el "desarrollo", lo que debe ser "lo mejor" para la población. Este "Deber ser" impuesto (¡cosa que no debería ser!) es en nuestra opinión la causa fundamental de un hecho poco comentado pero muy conocido de los operadores de campo de los programas sociales: el hecho de la resistencia al desarrollo por parte de las poblaciones aparentemente "beneficiarias" de los proyectos.

Las resistencias de los "desarrollados"

Quien ha vivido o estudiado la aventura de un proyecto de desarrollo comunitario sabe muy bien la dificultad que significa crear una dinámica de cambio efectivo en los hábitos de vida de una población. Y ¡cuán desesperante resulta, para el especialista en nutrición, salud o riego, ver cómo una comunidad arrastra a veces los pies en lugar de correr hacia la solución de sus problemas y el tan anhelado "desarrollo"!

Por eso, muchas veces se escucha el operador de campo calificar a las costumbres de la población en términos de "barreras culturales" que dificultan los "necesarios" cambios sociales. El especialista que detiene la solución tiene que enfrentarse a una comunidad que no quiere fácilmente dejarse ayudar y rendirse a su propio bienestar. Tal fenómeno de resistencia, inconsciente o consciente, frente a la ayuda bien intencionada parece muy ilógico en un principio, pero, para comprenderlo, basta imaginar qué pasaría si asociaciones humanitarias andinas quisieran ayudar a los norteamericanos a luchar contra sus problemas de malnutrición, obesidad y déficit crónico de ácidos grasos esenciales en la dieta diaria, tratando de promocionar cambios en las costumbres alimentarias de la población; o si organizaciones humanitarias africanas quisieran lanzar una campaña en Europa para legitimar de nuevo el importante papel de los ancianos en la familia y tratar de impedir su marginación en establecimientos especializados... ¿No habría también resistencias en la población norteamericana y europea? Los grupos de poder ligados a la comida chatarra (¡perdón, quería decir "fast-food"!), o a los establecimientos para la tercer edad ¿no tratarían de convencer a sus clientes de no seguir las recomendaciones bien intencionadas de esas asociaciones extranjeras?

Entramos en el meollo - y el enredo - de lo que significa "desarrollo". El desarrollo es un fenómeno muy complejo, y la ética, en sentido moral como en sentido de costumbre, es el corazón de este complejo.

Por un lado, todo desarrollo social significa cambio social, y todo cambio es una crisis que genera angustias, resistencias, anhelos, esperanzas, decepciones. Todo agente de cambio se enfrenta con poderes que sacan provecho del status quo. Y todo cambio de costumbre es fenómeno largo y difícil. Para atreverse a cambiar, una comunidad debe haber entendido e internalizado la necesidad del cambio, debe haberse convencido de la necesidad de superar ciertos principios y modelos de comportamiento, y por lo tanto debe haber definido esta necesidad en términos valorativos de Justicia, de Bien, de mejora significativa. Sin esta reformulación ética del ethos - "lo habitual", la "costumbre", "lo que conviene hacer" según la etimología griega del término -, todo intento de cambio será vivido como algo traumático. Décadas de desarrollo social comunitario deben habernos convencido de esta verdad: No se puede desarrollar a nadie sin su consentimiento. O dicho de otro modo: Todo desarrollo significa autodesarrollo.

Por otro lado, todo desarrollo social significa hoy entrar en un proceso de modernización, que, desgraciadamente, no es ni un proceso culturalmente neutral, puesto que significa casi siempre occidentalización del modelo de vida, ni un proceso necesariamente bueno, salvo si consideramos que toda modernización/occidentalización es buena en sí. Nuestro propósito no es de sostener un romanticismo cultural del "buen salvaje" atacado por el malo eurocentrista, sino de resaltar el hecho de que las notables resistencias al desarrollo social predefinido por expertos no son sólo signo de ignorancia o "inercia cultural", sino que tienen ante todo un aspecto legítimo y sano: la necesidad de resistir para tener derecho a definir lo que es bueno y malo de manera autónoma, el derecho a determinar su presente y su futuro libremente.

Por lo tanto, debemos precisar la noción del "Autodesarrollo": No se puede desarrollar a nadie sin su consentimiento, porque no se debe desarrollarlo así. En el corazón de las resistencias que hacen ineficaz el desarrollo Social prefabricado, yace un móvil ético. Quizás, en ningún otro ámbito como en él del desarrollo, la eficacia y la ética se juntan tan armoniosamente. Interesante conclusión: Querer desarrollar a otro sin su participación nunca es eficaz porque nunca es justo.

Desarrollo y etnocidio

Pero el nudo del desarrollo social tiene un enredo más: aquél de la relación entre subdesarrollo y etnocidio, pobreza y aculturación, vulnerabilidad y anomia. La destrucción sistemática y violenta de los equilibrios económicos, ecológicos y socioculturales tejidos por una comunidad consigo misma y su entorno en siglos (y operando a partir de una dinámica de cambios autogenerados), es sin duda una característica eje de la Historia mundial desde el alba del proceso de modernización, y que se acelera exponencialmente con la globalización de esta modernización.

Conquistas, matanzas, colonización, conscientización religiosa forzada, constituyen la cara visible del fenómeno. Pero otros fenómenos menos espectaculares tienen efectos muy perniciosos de etnocidio y aculturación, como sobre todo la "economización de la vida cotidiana" de una comunidad tradicional, es decir su dependencia cada vez mayor frente a los mercados y la necesidad de tener cada vez más dinero para resolver los problemas de la vida diaria. Este último fenómeno, la mayoría de los economistas y los políticos lo aplauden y llaman Progreso, sin ver lo que significa realmente para la población recién entrante en el Mercado: pauperización, destrucción acelerada de los hábitos de vida, deslegitimación cultural, pérdida de autonomía colectiva en el manejo de los problemas de la comunidad, obsolescencia de los saberes tradicionales, etc., es decir, a fin de cuentas: Subdesarrollo. Porque quien recién ingresa al proceso de modernización lo hace como "marginado" que tiene que aprender primero a definirse a partir de sus carencias, y no sus fortalezas.

Sin embargo, debería ser un deber moral, por parte de los promotores de Justicia Social, no caer en la misma ilusión que los economistas rendidos al culto del aumento del ingreso per capita, y empezar a preguntarse, caso por caso, en qué medida una comunidad resolverá mejor sus problemas teniendo más ingresos y poder adquisitivo o, al contrario, teniendo más posibilidad de no depender de la obligación de financiar las soluciones a sus dificultades en términos económicos modernos. Resulta paradójico que pensadores como A. Gorz pidan liberar lo más que se pueda la vida cotidiana de los habitantes de los países ricos del peso de la lógica del Mercado para devolverle su sentido, mientras que los promotores de desarrollo de los países pobres se esfuercen para hacer entrar las comunidades tradicionales "marginadas" en el vals del Mercado mundial. Sin embargo, ¿qué cosa haría más rico al pobre que el hecho de ya no necesitar de tanto dinero para vivir bien?

Si tomamos en serio, desde el aspecto ético y cultural, estas resistencias, muchas veces silenciosas (o silenciadas), contra el desarrollo social moderno por parte de las comunidades tradicionales, deben de conducirnos a cambios teóricos y prácticos radicales. No se trata sólo de "tomar en cuenta los aspectos éticos y culturales del desarrollo" como si existieran otros aspectos que no fueran éticos y culturales, como si fuera posible separar racionalmente el aspecto económico del aspecto ético y cultural. Se trata de cambiar de paradigma de desarrollo social. Esto implica: (1) precisar la definición de ética, volviendo al más estricto universalismo moral contra las tentaciones empiristas; (2) cambiar la definición de desarrollo, tomando como fin la autonomía más que el bienestar; (3) cambiar la estrategia de desarrollo, pasando de los modelos y programas predefinidos por expertos a la estrategia de la asociación y la democracia.

  1. Una ética universal

    Nuestro camino hacia la definición de un desarrollo social realmente ético debe empezar por algunas reflexiones filosóficas:

    A pesar de las apariencias, sólo el más estricto universalismo moral permite asegurar el respeto a los hábitos culturales de cada comunidad humana y su autonomía en el proceso de definición de su desarrollo, evitando caer así en un etnocentrismo moral. En efecto, el empirismo moral, de corte comunitarista (ética basada en la cultura de la comunidad) o eudemonista (ética basada en la felicidad), conduce siempre, o bien al relativismo ético (todo es posible, no hay reglas morales válidas universalmente), o bien al dogmatismo cultural lo más peligroso (nuestra manera de ver la vida debe ser impuesta a todos los demás). Vamos a explicitar este punto.

    Reconocemos lo que es moral como lo que se debe absolutamente hacer o respetar; es decir lo que vale tanto para mí como para todos los demás, cuales sean ellos. Si el deber moral es lo que todos deben hacer, lo que sería inhumano no hacer, la racionalidad ética se definirá siempre a partir de la validez universal de un principio de conducta: Es moral lo que debe ser universalizado; es inmoral lo que nunca nadie debe hacer; y es amoral (es decir indiferente desde el punto de vista ético) lo que puede o no hacerse según quiera el individuo. El filósofo Kant definía el principio moral como principio de universalización de la conducta, a partir de lo que él llamaba un "imperativo categórico": Actúa de tal modo que tu principio de conducta pueda ser universalizado, pueda valer para todos. Esta característica de la razón moral explica el hecho de que no sólo me exijo a mí mismo el cumplimiento del Deber, sino también a todos los demás, y entiendo perfectamente que los demás me exijan lo mismo.

    Partiendo de este carácter universal de la exigencia ética, un rápido análisis nos conduce a tres conclusiones:

    Primero, el ámbito del deber ético es muy restringido, porque muy pocos actos son totalmente universalizables. En lo que concierne a los deberes negativos, es obvio que mentir, robar, agredir (física o psicológicamente) y matar no pueden nunca ser universalizables, no sólo porque ninguna víctima de estos actos lo podría aceptar, sino también porque ¡ningún ladrón quisiera ser robado! En los deberes positivos, encontraremos los principales valores éticos como son la Equidad, la Paz, el Respeto, el Amor al prójimo, la Perfectibilidad personal, la Honestidad, etc., que deberían obviamente ser practicados por todos los seres humanos. Desde el Tao Te Ching hasta los libros de moral de nuestro siglo, pasando por el Corán, la Biblia o los discursos de los jefes espirituales amerindios, todos están casi de acuerdo sobre lo que debemos hacer y no hacer, en este estrecho ámbito de los principios universales de conducta. El discurso ético tiene la curiosa característica de ser obvio y trivial, y por eso los moralistas sin talento narrativo son siempre muy aburridos.

    Segundo, esta linda unanimidad de principios termina cuando se trata de aplicar concretamente estos deberes universales. Siempre la experiencia puede presentar casos que hacen difícil decidir la conducta adecuada, cuando dos deberes universales nos exigen acciones contradictorias para un mismo caso. Además, esta unanimidad puede pasar desapercibida en los comportamientos reales de los individuos según su manera de entender el origen y el significado de la exigencia moral: entender al deber moral como un "imperativo categórico" dictado por la Razón humana es muy diferente a entenderlo como mandato de Dios. Por todos los conflictos que nacen de la aplicación e interpretación de los deberes éticos, es sensato considerar al principio de universalización de la conducta como principio regulador del debate histórico social acerca de lo que se debe o no hacer, es decir como una manera de orientar y señalar el Progreso ético en el tiempo. Por ejemplo, la aceptación de la esclavitud por las naciones europeas hace unos siglos fue evolucionando hasta una posición más universalizable con el tiempo (abolición de la esclavitud, leyes sociales de protección de los derechos de los trabajadores, etc.). Es el principio de universalización que nos permite comprender esta evolución como un progreso y no sólo como un cambio. En el conflicto ético, la posición más universalizable, aunque esté defendida a veces por muy pocos, será siempre la más justa. En este sentido, varios filósofos universalistas postkantianos, como Habermas y Apel, han redefinido el principio de universalidad de modo dialógico: Actúa de tal modo que pudieras, en el transcurso de un debate argumentado, justificar tu conducta delante de una comunidad universal de comunicación, convenciendo a todos de la legitimidad de tus razones.

    Tercero, si el ámbito de la ética concierne a los deberes universalizables, queda por ende excluido de ese ámbito todo lo que se refiere a la definición de la felicidad, los hábitos culturales, las costumbres, los ritos, la vida deseable, etc. Quiere decir que nadie puede pretender universalizar su manera de valorar y definir lo que es deseable en la vida, lo que él define como la felicidad o la "vida buena", exigiendo que todos los demás piensen y actúen como él. La ética tiene eso de extraño que nos dice lo que debemos hacer sin precisarnos cómo debemos vivir. Entendemos fácilmente que no podríamos exigir de todas las demás comunidades humanas que sigan las mismas reglas de cocina o de saludo que nosotros. Más difícil es entender también que nuestra manera de definir la vida buena, en cuanto esté llena de significados e interpretaciones culturales particulares, no puede nunca ser universalizada, es decir considerada como un deber ético. Tendemos siempre a querer que todos sean como nosotros mismos.

    Sin embargo, justamente porque se trata de una exigencia universal, el deber ético siempre desborda las normas de conducta transmitidas desde la costumbre social. Es más, apenas uno logra entender que su comportamiento o sus valoraciones son meramente culturales y dependen de su medio social y su educación, se libera de la ilusión de que se trate de obligaciones morales que debería respetar absolutamente: sus costumbres dejan de funcionar de modo mágico como algo tabú y puede empezar a admitir que otros, con otras costumbres e interpretaciones del mundo, puedan vivir y pensar de modo diferente. La obligación moral nunca puede soportar ser confundida con una mera norma social o una costumbre, a pesar de estar siempre llena de significados culturales al momento de la aplicación de los juicios éticos en los casos que se presentan en la vida cotidiana.

    El universalismo ético se abre, pues, al espacio de la autonomía, personal y colectiva, en cuanto a la definición de la felicidad, lo deseable y las costumbres sociales. Su gran tolerancia a la idiosincrasia cultural viene del hecho de que la estrechez de su ámbito deja sin valoración a priori el vasto dominio del ethos social. Entender esto nos permite encontrar el antídoto de un mal moral muy difundido y pernicioso: el etnocentrismo ético en el cual caen de alguna manera todas las teorías morales basadas en la costumbre social o la definición de la felicidad. Este etnocentrismo es el fundamento de todas las malas "buenas intenciones" de los agentes de desarrollo social que quieren que el otro, definido desde la carencia (el pobre, el indigente, el vulnerable), adopte una nueva manera de vivir, obviamente considerada como "mejor". Las resistencias de los "desarrollados" contra su propio "desarrollo", decidido de antemano por otros, significan sencillamente una resistencia ética a la imposición de una definición etnocentrista de la "vida buena".

    ¿Qué hacer entonces? ¿Quiere decir que no debemos nunca intervenir en los asuntos de los demás y considerar que toda costumbre social es tabú? ¿ Contentarse con tal actitud no será antiético en el caso de ciertas normas de conducta social que perpetúan situaciones de dominio, desigualdad, e injusticia? ¿Qué hacer con la tradición social cuando no es justa (es decir no sólo amoral, sino inmoral)? Debemos ante todo intentar definir claramente lo que sería un desarrollo social ético, antes de responder a estas preguntas.

  2. Un desarrollo social para la autonomía

    Comprender que los ámbitos de la ética y la felicidad están separados, y que nunca se puede llegar a una definición universalmente válida de la "vida buena", no debe dejar indiferente al promotor de desarrollo social. Más bien, los problemas del desarrollo empiezan realmente cuando uno se convence de que ningún modelo de vida es deseable a priori, y mucho menos imponible a los demás. Con esta ilusión cae la pretensión de definir un modelo de desarrollo universal que podría fijar de antemano "metas a alcanzar" para cualquier comunidad o persona. Podemos entonces sospechar de toda estrategia de desarrollo basada en la determinación previa de un "Bienestar" o una "Calidad de vida", que las personas y los grupos deberían "alcanzar", como una estrategia potencialmente antiética. La idea, por muy desconcertante que sea, no es muy nueva. La vemos claramente expresada en la filosofía del mismo Kant, hace más de dos siglos:

    "Un gobierno que estuviera basado en el principio de la benevolencia para con el pueblo, tal como el del padre para con sus hijos, es decir un gobierno paternalista, en el que, por consiguiente, los sujetos, al igual que niños menores incapaces de decidir acerca de lo que les es útil o dañino, estuvieran obligados a comportarse de manera únicamente pasiva, a fin de esperar únicamente del juicio del jefe de Estado la manera como deben ser felices, y sólo de su bondad la voluntad que él lo quiera también, un gobierno semejante, digo, sería el más grande despotismo que se pueda imaginar".

    Algunas décadas después (y un siglo antes de la obra de Ciencia-Ficción de A. Huxley "Brave new world"), Tocqueville precisará la anticipación kantiana del "totalitarismo de la felicidad", y su inquietante relación incluso con la Democracia política, agregando que: "este tipo de servidumbre, regulada, suave y apacible (...) podría combinarse mucho mejor de lo que uno puede imaginar con algunas de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería del todo imposible establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo".

    Contra la tiranía de la benevolencia, Kant definió la articulación entre la exigencia moral y la felicidad en términos de derecho a la libertad de buscar la felicidad donde a uno le plazca: "Concibo el principio de la libertad, para la constitución de una comunidad, en la fórmula: "Nadie puede obligarme a ser feliz de cierta manera (como él concibe el bienestar de los demás hombres), sino que a cada uno le es permitido buscar la felicidad por el camino que le parezca, mientras no afecte la libertad (...) del otro [de tener el mismo derecho]".

    El deber de Solidaridad, y la buena intención de ayudar a los demás, encuentran aquí su gran reto: evitar el camino que lleva la buena voluntad hacia el infierno del paternalismo, el etnocidio, el asistencialismo, la violencia simbólica del dominio cultural, la enajenación, etc. Si queremos salir de este callejón sin salida, debemos indicar claramente la dirección hacia la cual tiene que trazarse el difícil camino hacia un desarrollo social ético.

    Puesto que la felicidad y la vida deseable no son definibles a priori sin etnocentrismo y/u autoritarismo, la finalidad del desarrollo social no puede ser determinada en términos de Bienestar o satisfacción de "necesidades básicas". Es posible definir a priori qué cantidad de proteínas mantiene a un cuerpo humano en vida; es imposible definir a priori cómo una comunidad debe alimentarse, con qué tipo de prácticas culinarias, dentro de qué paradigmas simbólicos (el alimento es ¿un producto de la agroindustria lleno de nutrientes cuantificables o un don de la Pachamama?), mediante qué sistema de producción y distribución, si tiene o no que relacionarse la alimentación con una práctica religiosa, etc. La misma reflexión es aplicable a la problemática de la Salud o la Educación. Ninguna "necesidad básica" científicamente determinada nos permite definir a priori cómo debe ser satisfecha. Siempre se tratará de una definición cultural, es decir parcial. Por lo tanto, lo que un grupo puede llamar su "Bienestar", su "satisfacción" o su "calidad de vida", nunca es universalizable.

    ¿Qué fin del desarrollo social puede ser universalizable? Si todas las definiciones del desarrollo son parciales, no queda más que la capacidad de definir su propio desarrollo, por parte de los mismos concernidos, que pueda ser considerada como único fin universal del desarrollo social. Es un fin meramente formal porque no induce ningún contenido particular a priori, lo que representa, en este caso, una ventaja. Como la capacidad de autodeterminar la norma de conducta a la cual uno se somete se llama propiamente "autonomía", podemos establecer que: La autonomía es el fin del desarrollo social, hacia el cual debe ser orientado cada objetivo y estrategia específica de cambio social, para garantizar el carácter realmente ético de las políticas, programas y proyectos de desarrollo.

    Este nuevo paradigma del Desarrollo social no es, en cuanto tal, directamente cuantificable. Si bien implica una dimensión económica, puesto que nadie puede ser autónomo si vive en estado de emergencia perpetua para cumplir con su subsistencia diaria, este nuevo enfoque nos invita a reemplazar la oposición "Desarrollo/Subdesarrollo" - basada en el cálculo previo de ciertos "niveles de vida" a alcanzar y que permiten situar a las personas y los grupos "por encima" o "por debajo" de ciertos límites -, por la oposición explícitamente ética entre un "Buen Desarrollo" y un "Mal Desarrollo". La nueva pareja de opuestos que evaluaría el desarrollo debe entenderse a partir de la contradicción entre "auto-nomía" y "hetero-nomía", entre un autodesarrollo concertado que nos libera, y un desarrollo impuesto por "otro" (hetero) que transforma a las personas en "objetos" de desarrollo, consumidores pasivos de un "Desarrollo transcendente", definido en las altas esferas del poder tecnocrático por un grupo de expertos que, sin duda, justificarán sus decisiones diciendo que "no se puede hacer de otro modo", o que "se trata de un necesidad", es decir sometiéndose, ellos también, a la ilusión de la heteronomía (la del Mercado, del Progreso, de la Globalización, etc.).

    La gran ventaja de un enfoque del desarrollo en términos de autonomía, es que nos permite empezar a criticar el tipo de desarrollo de los países ricos, puesto que la noción de Mal-desarrollo no es equivalente a la de Sub-desarrollo. ¿En qué medida los usuarios de los sistemas de Bienestar social de los países ricos pueden sentirse realmente más autónomos en la organización de su calidad de vida personal y colectiva, gracias al uso de los servicios sociales que se les brinda? ¿Cómo se sienten partícipe o no de los programas de desarrollo social de su comunidad? ¿Y cómo las políticas sociales de los países ricos incentivan o no la participación, el capital social, la solidaridad entre las personas de su población?

    Este enfoque permite también visualizar el hecho de que ciertos modos de vida no occidentales, no modernos, puedan testimoniar de una buena estrategia de desarrollo, y ser fuente significativa de autonomía y calidad de vida. Liberándonos de la dialéctica rico/pobre, distanciándonos un poco de nuestros paradigmas de evaluación de la "Vida buena", la Salud, la Educación, la Economía, etc., dejando de limitar la comprensión de los fenómenos a la cuantificación de datos, podremos empezar a imaginar vías creativas de autodesarrollo, tomando realmente en cuenta la perspectiva ecológica, aprovechando los diálogos interculturales para la definición de las calidades de vida.

    A partir del análisis del desarrollo en términos de autonomía personal y colectiva, también se va reformulando la noción de "bienestar" de acuerdo con los actores de los procesos de cambio social, en cada caso, en función de un diagnóstico y análisis de los problemas reales encontrados y subrayados por la comunidad. No se trata más de definir carencias a priori a partir de estándares prefijados, sino de lograr un consenso acerca de la existencia de problemas que hay que resolver. Tampoco se puede seguir limitando la problemática del desarrollo social al incremento del uso de los servicios sociales diseñados por expertos, visión estrecha que tiene como efecto colateral, muchas veces, el despilfarro de capital social y la transformación de la población en consumidores pasivos de servicios tecnocientíficos cada vez más costosos, es decir generadores de por sí de discriminación y desigualdad.

    También permite esta definición del desarrollo como autonomía distinguir de modo adecuado entre una verdadera estrategia de autodesarrollo y una mera asistencia. La asistencia se definirá como ayuda humanitaria, en casos excepcionales, a personas o grupos en situación de emergencia y vulnerabilidad extrema, mientras que el desarrollo significa la capacidad adquirida de salir del estado de emergencia para poder prescindir de la asistencia. Al contrario, el "asistencialismo" será visto como una subversión del proceso de desarrollo, creando y consolidando situaciones de dependencia, clientelismo y consumo permanente de "servicios" que van en contra de la autonomía personal y colectiva. Como tal, el asistencialismo fomenta una situación de antidesarrollo y de dominio antidemocrático. Es por eso que constituye la "política social" preferida por las dictaduras.

    ¿Pero cómo podemos caminar hacia la autonomía personal y colectiva, si de por sí no es predeterminable más que formalmente? Para responder a esta pregunta, debemos abandonar la tentación de querer siempre prefijar metas y modelos generales para aplicar después en cualquier caso concreto, y entender al desarrollo social como un proceso permanente, que exige centrar nuestra atención en las estrategias más que en los objetivos.

  3. Las estrategias del autodesarrollo

    "Un buen punto de partida para el análisis del desarrollo puede ser el reconocimiento básico de que la libertad es a la vez (1) el objetivo primario y (2) el principal medio del desarrollo" dijo A. Sen en el encuentro internacional organizado por el BID en el año 2000 sobre el tema "Etica y Desarrollo". Brillante afirmación que nos invita a pensar la paradoja de un proceso cuyo fin es a su vez su propio medio. Al igual que los sistemas vivos, el proceso de desarrollo se utiliza a sí mismo (como medio) para realizarse (como fin), razón por la cual es imposible pensar el desarrollo social sin que sus beneficiarios sean, al mismo tiempo, sus principales actores. Habrá que repetirlo hasta el cansancio, pero la necesidad de un desarrollo social basado en la participación no es solamente un anhelo ético de cortesía, sino una clara lección pragmática de eficacia. Como lo menciona B. Kliksberg en su artículo "Diez falacias sobre los problemas sociales de América Latina": "Los programas sociales hacen mejor uso de los recursos, logran mejor sus metas, y crean autosostenibilidad si las comunidades pobres a las que se desea favorecer participan desde el inicio y a lo largo de todo su desarrollo y comparten la planificación, la gestión, el control y la evaluación". Regresamos a la idea de que no hay nada más eficaz que la ética, en lo que concierne al desarrollo social.

    Pero esta noción de "participación" tiene que ser cuidadosamente examinada: Primero, porque no todo proceso participativo conduce necesariamente a más autonomía. Segundo, porque es muy fácil ilusionarse en cuanto al carácter realmente participativo de un proyecto de desarrollo social. Tercero, porque la participación tiene que ser articulada con los diferentes niveles de desarrollo (participación comunal no significa lo mismo que participación internacional).

    Por esta razón, pensamos conveniente mencionar varias nociones claves para la definición de una participación verdadera y eficaz en los procesos de desarrollo social:

  1. La Convivencialidad

    Concepto inicialmente definido por I. Illich, la "convivencialidad" es una noción que se aplica a los diferentes tipos de herramientas que el ser humano utiliza para vivir: objetos, instituciones, sistemas, son todos artefactos creados como medios para alcanzar ciertos fines que los humanos nos queremos proponer. Nuestra relación a cierta herramienta es convivencial si ella cumple con su papel de medio y extiende efectivamente el poder personal o grupal, permite realizar una multitud de fines, es decir amplia nuestro grado de libertad y autonomía. Al contrario, una herramienta se vuelve no convivencial si la relación del usuario con ella se invierte, poniendo el utilizador al servicio de la herramienta, que se transforma entonces ya no en medio sino en fin en sí misma. A medida que una herramienta se vuelve no convivencial, el ser humano pierde su autonomía frente a ella: su uso se hace obligatorio y su mantenimiento obliga a gastar mucho tiempo y recursos que no tienen más finalidad que de perpetuar el dominio de la herramienta sobre sus usuarios. Se crea una situación de "monopolio" en la cual el ser humano pierde la capacidad de elegir, pierde poder sobre la herramienta, mientras que el balance de la "utilidad" de la herramienta se vuelve negativo frente a todos los problemas que generan su uso forzoso.

    Este concepto de convivencialidad permite desarrollar críticas muy provechosas de grandes instituciones y sistemas de la sociedad industrial actual, como son el sistema de transporte automotor, el sistema escolar, las instituciones de salud, etc. Desde nuestra perspectiva, tiene la gran ventaja de ofrecernos un criterio indicador de autonomía para la evaluación de los proyectos y políticas de desarrollo social: ¿En qué medida tal proyecto de desarrollo social es, de por sí, una herramienta convivencial o no, cuya ejecución conduce a mayor o menor autonomía para sus actores y beneficiarios? La implementación de un indicador de convivencialidad sería una excelente estrategia de gerencia social para controlar y evaluar si el fin de las políticas de desarrollo fuese realmente la autonomía de las personas y las comunidades. Desgraciadamente, en la actualidad, no sólo muchos programas de desarrollo no tienen como meta la autonomía de la población, sino que su misma ejecución no se vive de modo convivencial.

  2. La relación de socios

    En muchos de los programas de desarrollo, la famosa implicación y participación de la población se reducen a un proceso muy superficial, casi una mera obligación administrativa, considerada por los técnicos y operadores como una pérdida de tiempo. Más aún, aunque se tenga las mejores intenciones de practicar la participación, la formulación del proceso de desarrollo social en términos de "proyectos" y "programas" concebidos por especialistas según criterios dependientes de la política de las grandes organizaciones financieras internacionales, transforma insensiblemente el mecanismo de desarrollo en una operación orquestada de modo vertical, donde le será muy difícil a la "población meta" (¡término muy significativo!) mantener el papel de verdadera promotora de su propio desarrollo. En cada escalón del organigrama de la toma de decisión, un experto será autorizado a tener el poder de orientar el proyecto hacia la "mejor" dirección.

    La exigencia de una real participación de las poblaciones en su propio proceso de desarrollo pide un cambio radical en la formulación y ejecución de los proyectos de desarrollo social. Más que de "participación", se trata de una "asociación" entre una comunidad que decide resolver sus problemas, organizaciones que quieren apoyarla, e instituciones financieras que sostienen el proceso. Sólo una verdadera relación de socios asegura que la población participe realmente de todas las fases claves del proyecto: diagnóstico, diseño, financiamiento, planificación, ejecución y evaluación. Recordemos que "ayudar" significa apoyar la acción del otro, no actuar en su lugar. Además, el proceso de asociación permite una real transparencia de los programas sociales y una fiscalización interna del manejo estratégico y del uso de los recursos.

    Evidentemente, la relación de socios arriesga ser un proceso mucho más lento en un principio que la gerencia clásica de programas sociales por parte de entidades especializadas. Con comunidades étnicas muy marginadas, puede significar la necesidad de una verdadera "inmersión" de los agentes de desarrollo en la población durante varios años, antes de que se pueda iniciar una real dinámica de cambio, puesto que el modelo implica que la población misma tome la iniciativa. Pero es el único proceso que asegure la sostenibilidad de los proyectos ejecutados más allá del término del contrato con las instituciones que apoyan a la población. Significa que los proyectos deben ser diseñados de modo sumamente flexible y no caer en la enfermedad de la sobredeterminación detallista de las acciones y los plazos, que termina por someter las personas a la herramienta-proyecto que deberían usar de manera autónoma. Los criterios de selección de los actores y proyectos de desarrollo social, por parte de las grandes entidades financieras internacionales, podrían incentivar de modo eficaz la redefinición de los procesos de desarrollo local en términos de asociación.

  3. Democracia dialógica

    Es obvio que esta relación de socios, que debe operar al nivel de la comunidad, tiene que ser articulada con los procesos de desarrollo regionales, nacionales e internacionales, dentro de una política global de desarrollo autónomo que sepa reflejar las exigencias éticas antes mencionadas. Articular los niveles de desarrollo social es una operación difícil de realizar, sobre todo en países con grandes disparidades de oportunidades y muchas diversidades étnicas, culturales y sociales, como es el caso de la mayoría de los países pobres. ¿Cómo garantizar el carácter autónomo, convivencial y participativo del desarrollo social local en el ámbito de las políticas nacionales e internacionales?

    La descentralización de las esferas de decisión, la institucionalización de las entidades públicas, el empoderamiento ciudadano, la transparencia y la comunicación en el manejo de las estrategias económicas y sociales en el marco de la democracia política, son temas importantes de la actual agenda social, que pueden contribuir en hacer del desarrollo social un proceso más ético. Pero la democracia cultural, más allá de las instituciones formalmente democráticas, sigue siendo una tarea por realizar. Queremos hablar de democracia "dialógica" para distinguir una concepción formal y jurídica de una concepción ética y cultural de la democracia, basada en una ética de la comunicación, y que insista en la importancia de los procesos de comunicación dentro del marco legal. Hemos vivido, bajo el régimen "fujimontesinista", toda una década de "democracia formal" en el Perú, donde no se practicaba nada del ethos democrático del diálogo, la concertación y la transparencia. Por eso sabemos que la formalidad democrática de las instituciones, por fundamental que sea, no es una condición suficiente para el funcionamiento democrático de un país: Si las personas no han desarrollado el ethos democrático, los mismos privilegios y atropellos impunes se reproducirán en las instituciones.

    La descentralización de las esferas de decisión, la institucionalización de las entidades públicas, el empoderamiento ciudadano, la transparencia y la comunicación en el manejo de las estrategias económicas y sociales en el marco de la democracia política, son temas importantes de la actual agenda social, que pueden contribuir en hacer del desarrollo social un proceso más ético. Pero la democracia cultural, más allá de las instituciones formalmente democráticas, sigue siendo una tarea por realizar. Queremos hablar de democracia "dialógica" para distinguir una concepción formal y jurídica de una concepción ética y cultural de la democracia, basada en una ética de la comunicación, y que insista en la importancia de los procesos de comunicación dentro del marco legal. Hemos vivido, bajo el régimen "fujimontesinista", toda una década de "democracia formal" en el Perú, donde no se practicaba nada del ethos democrático del diálogo, la concertación y la transparencia. Por eso sabemos que la formalidad democrática de las instituciones, por fundamental que sea, no es una condición suficiente para el funcionamiento democrático de un país: Si las personas no han desarrollado el ethos democrático, los mismos privilegios y atropellos impunes se reproducirán en las instituciones.

    Para lograr instituir esta cultura de la democracia, se necesita ante todo una adecuada formación de los funcionarios públicos de mando medio, que constituyen el núcleo estable de las instituciones estatales, no sometido a los cambios de gobierno. El mejor freno contra la corrupción, es un cuerpo de funcionarios competentes tanto a nivel técnico como ético, que pueda manejar la letra y el espíritu de la ley, para asegurar la transparencia del funcionamiento cotidiano del Estado. Al contrario, un servidor público incompetente protegerá su puesto desarrollando una actitud servil frente a sus superiores, creando así el "caldo de cultivo" de la corrupción.

    Pero la formación de los funcionarios debe ser complementada con la formación de la sociedad civil. El problema es que la generación de una cultura ciudadana democrática es un proceso largo, laborioso y lento, que debe afectar a todo el tejido de las relaciones interpersonales en una comunidad. Implica una valoración de las personas y las culturas, porque nadie puede defender sus derechos si no se siente merecedor de derechos. Por lo tanto, aquí también no se trata de importar un modelo prefabricado en occidente para aplicarlo en cualquier otro lugar, sino de inventar, en cada caso, el modo de democratizar la vida colectiva de las comunidades, desde su autoreconocimiento.

    No hay otra manera de proceder que de empezar a sentar alrededor de la misma mesa a todos los actores sociales, en pie de igualdad, sin consideración de mayoría o minoría. El autoritarismo empieza con el hecho de silenciar a los más débiles, la democracia dialógica con devolverles la palabra. Dar la palabra a los actores sociales (y escucharla) es un primer acto simbólico fundamental que - al igual que el psicoanálisis se define como "talk cure" - constituye un poderoso proceso terapéutico para sanar las heridas históricas y empezar a hacer de las comunidades el sujeto, y no sólo el objeto, de su desarrollo. La misma lógica del proceso de autodesarrollo para la autonomía debe conducir a ampliar la mesa de negociación y diálogo acerca de las decisiones fundamentales de política social, a fin de invitar a nuevos interlocutores directamente concernidos por los efectos de tales decisiones. Esta ética del diálogo democrático debe obligar a los expertos en desarrollo a una difícil tarea de cambio personal: colocarse humildemente en situación de interlocutor atento al discurso del otro, respetando su genuina expresión.

 

Conclusión: Humildad y Escucha, para facilitar el cambio.

¡Qué difícil es cambiar! Y ¡cuán irónico podría aparecer el hecho de que los especialistas en promoción de cambios en los demás resulten ser los más reacios al cambio propio! Pero la ironía tiene siempre un gusto amargo, aquél de las comunidades que la Historia de la modernidad ha desposeído de sus recursos y autoestima durante siglos, para seguir hoy en día imponiéndoles otra vez, bajo el nuevo rostro bien intencionado del desarrollo social, la necesidad de cambiar y despojarse de lo poco que les queda de propio, a fin de vestirse con la ropa limpia y perfumada del progreso obligatorio. Al respecto, escribe el poeta e indigenista peruano José María Arguedas:

Dicen que ya no sabemos nada, que somos el atraso, que nos han de cambiar la cabeza por otra mejor.

Dicen que nuestro corazón tampoco conviene a los tiempos, que está lleno de temores, de lágrimas, como el de la calandria, como el de un toro grande al que se degüella; que por eso es impertinente.

Dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros; doctores que se reproducen en nuestra misma tierra, que aquí engordan o que se vuelven amarillos (...)

Sabemos que pretenden desfigurar nuestros rostros con barro; mostrarnos así, desfigurados, ante nuestros hijos para que ellos nos maten.

Esta visión del desarrollo social se acabó, que lo confunde con el camino (recto o curvo) que va desde el atraso de la tradición hasta el bienestar de la "vida buena" occidental globalizada. Se acabó con las injusticias y las respectivas resistencias que la aplicación del modelo suscitó, desde la rebeldía silenciosa y suave de los que aprendieron en siglos a no reclamar a quien nunca escuchó, hasta los actos de violencia de los que radicalizaron ciegamente su sed de reconocimiento. Se acabó porque debe moralmente acabarse.

El único difícil camino que queda abierto es aquél del desarrollo social ético, autónomo, convivencial, participativo y dialógico, que hemos intentado precisar, y que debería escribirse con la gramática intersubjetiva del idioma de los Maya tojolabales que imposibilita que se objetive a ningún sujeto, para que nadie pueda ser impedido del uso de su legítimo derecho a ser el sujeto de su propio desarrollo.

Esta ética del desarrollo nos obliga a una conversión de la mirada y un cambio de actitud: El problema no se debe centrar en la pseudo oposición entre tradición y modernidad, porque esta visión esquemática hace de la tradición un mero tradicionalismo conservador y de la modernidad una obligación moral. Se trata más bien de mirar hacia la oposición entre cambio endógeno y cambio traumático. Un agente de cambio eficaz y ético será siempre aquél que facilite el cambio endógeno ajeno, abriendo oportunidades de autodesarrollo, nunca como aquél jardinero impaciente que, siguiendo la imagen del viejo pensador chino Mencius, "jala la planta hacia arriba para que crezca más rápido". La urgencia de la asistencia pide nuestra intervención, pero el proceso de desarrollo pide una actitud menos activista de "facilitación".

Para que los expertos y especialistas en desarrollo social se transformen en "facilitadores de procesos de autodesarrollo", deben asumir una actitud más humilde que les permita empezar a escuchar al otro de otro modo. Deben de reconocer que el mundo es vasto y complejo, y los (pseudo)conocimientos del desarrollo humano escasos y frágiles. Es muy difícil, para quien ha construido su evolución personal sobre la base del saber, empezar a soltar un poco el control y a aceptar de no saber, tomando la posición estratégica del sabio asiático: No saber, no pensar, no hacer, para permitir (facilitar) que todo se sepa, piense, y haga. Pero la eficacia de un proceso de desarrollo pasa también por el hecho de no imponer una "buena solución" a los problemas de la comunidad, sino permitir a la dinámica de cambio operar, incluso a través de la elección, por parte de la población, de una solución "menos adecuada", que resultaría quizás al final muy provechosa, considerando el beneficio en autoaprendizaje que un error analizado y corregido puede significar.

Sólo a partir de esta "epistemología de la humildad" y "estrategia discreta de la facilitación" es posible desarrollar la aptitud de escucha atenta de lo que el otro quiere decir y ser.

Una historia japonesa cuenta cómo un gran profesor universitario quería complementar su profunda erudición yéndose a entrevistar a un maestro zen, para que éste le informara sobre lo que es el budismo zen. El maestro recibe al eminente profesor en su humilde casa y lo invita a tomar el té. Pero el maestro llena la taza de su docto invitado, y sigue llenándola hasta que el té empiece a desbordar y chorrear por toda la mesa. El profesor se asusta y grita: "¡Basta ya! Mi taza está llena". Y el maestro, impávido y siguiendo echando, le contesta: "¡Sí, está llena al igual que tu mente! Si tú quieres que te enseñe algo de lo que es el zen, primero tienes que vaciar tu mente, sino todas mis enseñanzas chorrearán inútilmente, como lo hace este líquido por la mesa"...

No sólo este relato nos enseña que debemos "vaciar nuestra taza de té" para poder escuchar y aprender del otro, sino que indica que el discurso argumentado, tan apreciado por la tradición occidental y la modernidad, no constituye siempre el mejor recurso, ni el medio preferido por todas las culturas. En la aventura de la expresión libre del otro, no todo tiene que ser palabras y razones. Por eso, en la humildad de la escucha de las voces largo tiempo silenciadas y negadas, se perfila la posibilidad creativa de una razón diferente, de una modernidad diferente, que, en este laborioso y doloroso parto del Siglo XXI, todos debemos anhelar. ¡Ojalá se trate de una buena intención que vaya, esta vez, hacia el paraíso!


François Vallaeys

izia@terra.com.pe




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